Converso con una contemporánea que dice estar abrumada por
el deterioro de los años: su jubilación no le permite tener empleada y ya casi
no puede con el trabajo doméstico. El cuerpo no responde. La entiendo y lo compruebo
ahora, cuando tecleo con bastante dolor en los dedos invadidos por la artrosis
y me aburren los diarios esfuerzos para paliar las dificultades provocadas por
esa jaula de dobles barrotes en que se va convirtiendo el esqueleto envarado.
No puedo mencionar el asunto ni menos quejarme en voz alta,
pues un energúmeno se podrá a vociferar: ¡Anda al médico! como si sirviera de
algo consultar a uno de los matasanos que atienden en esta lejana comuna y que
están al alcance de mis esmirriadas faltriqueras: ejemplares recién salidos de
alguna de esas nuevas universidades con poco o ningún pedigree, o algún
extranjero que no ha cumplido con ninguna de las exigencias para ejercer en
Chile: en resumen: peligros públicos.
Distintos eran los tiempos en que Raúl Dell’Oro me
recomendaba a sus colegas de la Católica o la Chile, que tenían un prestigio
bien ganado y que siempre eran - lógicamente - de ascendencia italiana.. El único facultativo que conservo de lugares menos salvajes es uno
de la Santa María, al que no me lo recomendó nadie, sino que tuve que elegirlo
porque era el cardiólogo que tenía más horas disponibles – mala señal – pero
así y todo es civilizado, aunque timorato en extremo. Me da risa
recordar lo nervioso que se puso cuando le pedí una receta para internar
“cáscara sagrada”. Me hizo jurar que jamás se lo diría a nadie. Bueno, era una
exigencia del agente de aduana, porsiaca…
También de esa clínica era un
oftalmólogo tincable, aunque se hacía bastante autobombo. Lo extraño era que se
metió a la Santa María, después de formar parte de unos “oftalmólogos
asociados”, cuya consulta costaba muchísimo más que en la clínica. ¿Alguna
metida de pata?. Puede ser, nadie es perfecto. Pero, me confesó una vez que ya le estaba temblando la mano al operar...
Lo malo del caso para nosotras
las sobrevivientes, es que todos los galenos confiables han pasado ya a decorar
el oriente eterno y cuando me enfrento con un chico recién egresado de quien sabe dónde, me mira
con un aire de extremo prejuicio y me cataloga ipso facto como VDM a quien no hay que creerle nada y terminan consolándola a una con un vago:
“No se preocupe, su problema es cosa de la edad”, lo cual es un eufemismo para
decir que si una ya está con un pie en el cajón, para qué se preocupa si sabe
que su salud está mucho, muchísimo mejor de lo que estará en unos pocos meses más.
Como le decía el mentado Raúl a su tía, mi abuela: “Pero tía, dése con una
piedra en el pecho por estar bien viva aún”.
Por eso es que me sirvo una copa de champaña que burbujea
que es un gusto, porque: sonríe, mañana será peor.