Ayer
por la tarde miré casualmente a través de la ventana y me llamó la
atención el color del cielo, rojo
violento. Salí de inmediato afuera para tratar de ver
un pedacito de cielo un poco más grande. Pero estaba comenzando a llover,
me
resbalé en las
baldosas mojadas y casi, casi... y si me caigo de nuevo
ya no
quedaré para contar el cuento. La lluvia comenzó
a caer - pero no fina, grácil, leve - sino que
zapateando sobre las latas del cobertizo con
escándalo y alevosía y comencé a tomar las
medidas del caso, corriendo muebles,
poniendo
plásticos por aquí y por allá.
Lluvia en
Santiago es la peor miseria del pobre, goteras o a veces cataratas,
calles convertidas en ríos que
arrastran de todo, inundaciones, enseres y
muebles mojados, pies que chapotean en el barro, resfríos, bronquitis, estufas
contaminantes.
Por fortuna fue breve esta vez, sólo una
advertencia para el futuro. Así y todo, la basura en las
calles quedó pegada en el suelo mojado como si
tuviera engrudo. En otras épocas, el reflejo
condicionado habrían sido las
sopaipillas y
picarones con unas buenas tazas de
café o té
tamaño choca, pero ¡ni mirarlas ahora!
Pero no puedo
insistir en el lado negativo del asunto, de modo que tengo que
reconocer que
hay por lo menos dos familias que quedaron
contentísimas con la lluvia y salieron a patinar como malas de la cabeza,
dejando brillantes
huellas de su paso: las señoras babosas y los
señores caracoles.