miércoles, 21 de mayo de 2014

Lluvia



Ayer por la tarde miré casualmente a través de la ventana y me llamó la atención el color del cielo, rojo violento. Salí de inmediato afuera para tratar de ver un pedacito de cielo un poco más grande. Pero estaba comenzando a llover, me
resbalé en las baldosas mojadas y casi, casi... y si me caigo de nuevo 
ya no quedaré para contar el cuento. La lluvia comenzó a caer - pero no fina, grácil, leve - sino que zapateando sobre las latas del cobertizo con escándalo y alevosía y comencé a tomar las medidas del caso, corriendo muebles,
poniendo plásticos por aquí y por allá.

Lluvia en Santiago es la peor miseria del pobre, goteras o a veces cataratas, calles convertidas en ríos que arrastran de todo, inundaciones, enseres y muebles mojados, pies que chapotean en el barro,  resfríos, bronquitis, estufas
contaminantes. Por fortuna fue breve esta vez, sólo una advertencia para el futuro. Así y todo, la basura en las calles quedó pegada en el suelo mojado como si tuviera engrudo. En otras épocas, el reflejo condicionado habrían sido las
sopaipillas y picarones con unas buenas tazas de 
café o té tamaño choca, pero ¡ni mirarlas ahora!




Pero no puedo insistir en el lado negativo del asunto, de modo que tengo que
reconocer que hay por lo menos dos familias que quedaron contentísimas con la lluvia y salieron a patinar como malas de la cabeza, dejando brillantes huellas de su paso: las señoras babosas y los señores caracoles.



                

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