Hoy se puede decir con causa que se siente el verano. Atrás
quedaron la lluvia y amenazas de tormenta, asuntos bastante impropios de la
estación. Salgo al patio que se siente fresco a las 20 horas, haciendo caso
omiso de los ruidos (mas bien rugidos de motores) de la calle. Las tiendas
estaban llenas de gente cambiando sus regalos de navidad por otros más de su
gusto. Llego cansada de caminar, buscando algo que me guste. Nada, todo lo que
valía la pena lo compraron ya. Pensaba buscar algunos regalos para mi, pues me
agrada tener algo nuevo para enfrentar el año que nace.
Y eso me lleva al sinnúmero de consejitos que circulan por
la red, recordando lo que nos inculcaron en el colegio: memento mori. Eso de
decirle a los que nos rodean que los amamos, de no guardar nada “para después”
porque el después no llegará para nosotros, eso de vivir en un perpetuo
despedirse de la vida. Mañana es mi cumpleaños y esta vez – más que otras, como
es lógico – pienso que no llegaré a cumplir los 77 al que le faltan sólo unas
horas. Pienso en los trajines cotidianos, en los trámites obligados, esos que
he estado barriendo bajo la alfombra y que rememoro al momento de dormir (con
las consecuencias del caso).
El perro Niki, que lanzaba toda clase de reclamos
quejumbrosos al vernos llegar, duerme plácidamente ahora, la gata Flora González
hace lo mismo sobre mi último examen médico, al extremo del escritorio.
Bebo ahora el vino blanco con chirimoyas - del que me privé
al almuerzo- y escucho el fluir del
tiempo, los leves sonidos de las campanas de viento del patio trasero e intento
sentir sólo el aquí y ahora.
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