jueves, 6 de febrero de 2014

FUMAR ERA UN PLACER







La mañana podía comenzar con un espantoso Baracoa – o dos – para enseguida encender algo que valiera la pena, por ejemplo un Lucky de contrabando. Entonces el contraste lograba un estado sumamente placentero, casi celestial.



En el piso más bajo de la escala estaban los Particulares (incluso otros similares o peores que no recuerdo), después los Baracoa, los Ópera con su repelente boquilla dulce, los Richmond, Cabaña (bastante fuertes) y Liberty. Más arriba venían los Capstan y Flag, para culminar con los Camel, Chesterfield y los citados Lucky Strike



No se concebía una buena conversación sin un cigarrillo para acentuar el ritmo; ni menos tomarse un trago así, en seco, por decirlo de alguna manera. Imposible una reunión social sin algo que hacer con las manos.

Estando a solas y en plan de resolver un problema, se encendía el cigarrillo como ayuda indispensable.

Después de hacer el amor, fumarse un pucho era un acto reflejo.



Quienes no fumaban eran una minoría mirada con cierta sospecha. De manera que había consideraciones hacia los normales. Recuerdo que en el Taller de Tótila Albert, que estaba en el subterráneo de una galería del centro y que era compartido con el actor Teodoro Lowey y el pintor Raul Malachowski, se tiraban tranquilamente las colillas al suelo de baldosas. Al comienzo parecía una trasgresión, pero no había ceniceros y me costó aplastar mis colillas en el suelo con naturalidad.

Y en las funciones matinales de cine destinadas a los periodistas, los acomodadores instalaban amablemente los ceniceros del foyer para comodidad de la audiencia.

El asunto tenía sus inconvenientes, por cierto. Los dedos se teñían de nicotina y había que ocupar productos especiales para librarse de las manchas. Intenté solucionarlo con algún alejamiento al usar boquillas, de las cuales logré reunir una buena variedad, pues era el regalo obligado junto a los cigarrillos más lujosos, como los Abdullah u otros de los no retengo la marca, de variados colores pastel, con boquillas doradas, en una linda caja de lata. Pero limpiar las boquillas era peor, ya que había que usar éter para dejarlas en estado pasable. De paso, descubrí que esta última substancia, asociada desagradablemente a la cirugía, podía ser muy agradable de aspirar con mesura.

Como fumaba bastante, comencé a tomar algunas precauciones: para dilatar o quizás ritualizar el hábito, comencé a comprar papel para cigarrillos y los armé con tabaco ad hoc, mezclado con tabaco de pipa Amphora o alguno más seco como Prince Albert. Luego de terminar, quitaba un poco del extremo y lo rellenaba con algodón a manera de filtro.

Pero era engorroso y pronto aparecieron los cigarrillos con filtro, lo que hacía innecesaria toda esa parafernalia.



Recuerdo ahora que la vida parecía perfecta cuando se tenía una cajetilla nueva a mano, una botella de pisco sin abrir y compañía estimulante.

Un memorable día de invierno esperaba micro desde mi casa, entonces ubicada en un barrio miserable y grisáceo hacia el sur de avenida Matta, con destino al departamento de mis tíos. De pronto, se me ocurrió que mi deseo principal era llegar allá y encender el primer cigarrillo de la tarde mientras conversaba de algo sin importancia.

Sólo en ese momento - algunas somos de reacción tardía – noté que el fumar se había convertido en un vicio dominante y entonces, triste, resignada, pero convencida, decidí no fumar más. Si mi padre lo había logrado, yo no podía ser menos.

Y esa resolución dura hasta hoy. No fue nada fácil. Soñaba fumando y me despertaba con la desesperación de no haber tenido la suficiente fuerza de voluntad. Con el tiempo, las pesadillas cesaron.



Sin fumar, la vida no siguió igual. Perdió algo de la chispa placentera de los pequeños rituales diarios, algo de la música

del alma, aunque suene exagerado. Ahora las, los fumadores son mirados casi como delincuentes y deben esconderse en sitios recónditos para satisfacer su costumbre culpable.


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