La mañana podía comenzar con un espantoso Baracoa – o dos – para enseguida
encender algo que valiera la pena, por ejemplo un Lucky de contrabando. Entonces el contraste lograba un estado
sumamente placentero, casi celestial.
En el piso más bajo de la escala estaban los Particulares (incluso otros similares o
peores que no recuerdo), después los Baracoa,
los Ópera con su repelente boquilla
dulce, los Richmond, Cabaña (bastante fuertes) y Liberty. Más arriba venían los Capstan y Flag, para culminar con los Camel,
Chesterfield y los citados Lucky Strike
No se concebía una buena conversación sin un cigarrillo para
acentuar el ritmo; ni menos tomarse un trago así, en seco, por decirlo de
alguna manera. Imposible una reunión social sin algo que hacer con las manos.
Estando a solas y en plan de resolver un problema, se
encendía el cigarrillo como ayuda indispensable.
Después de hacer el amor, fumarse un pucho era un acto
reflejo.
Quienes no fumaban eran una minoría mirada con cierta
sospecha. De manera que había consideraciones hacia los normales. Recuerdo que
en el Taller de Tótila Albert, que estaba en el subterráneo de una galería del
centro y que era compartido con el actor Teodoro Lowey y el pintor Raul
Malachowski, se tiraban tranquilamente las colillas al suelo de baldosas. Al
comienzo parecía una trasgresión, pero no había ceniceros y me costó aplastar
mis colillas en el suelo con naturalidad.
Y en las funciones matinales de cine destinadas a los
periodistas, los acomodadores instalaban amablemente los ceniceros del foyer para
comodidad de la audiencia.
El asunto tenía sus inconvenientes, por cierto. Los dedos se
teñían de nicotina y había que ocupar productos especiales para librarse de las
manchas. Intenté solucionarlo con algún alejamiento al usar boquillas, de las
cuales logré reunir una buena variedad, pues era el regalo obligado junto a los
cigarrillos más lujosos, como los Abdullah
u otros de los no retengo la marca, de variados colores pastel, con boquillas
doradas, en una linda caja de lata. Pero limpiar las boquillas era peor, ya que
había que usar éter para dejarlas en estado pasable. De paso, descubrí que esta
última substancia, asociada desagradablemente a la cirugía, podía ser muy
agradable de aspirar con mesura.
Como fumaba bastante, comencé a tomar algunas precauciones:
para dilatar o quizás ritualizar el hábito, comencé a comprar papel para
cigarrillos y los armé con tabaco ad hoc, mezclado con tabaco de pipa Amphora o alguno más seco como Prince Albert. Luego de terminar,
quitaba un poco del extremo y lo rellenaba con algodón a manera de filtro.
Pero era engorroso y pronto aparecieron los cigarrillos con
filtro, lo que hacía innecesaria toda esa parafernalia.
Recuerdo ahora que la vida parecía perfecta cuando se tenía
una cajetilla nueva a mano, una botella de pisco sin abrir y compañía
estimulante.
Un memorable día de invierno esperaba micro desde mi casa,
entonces ubicada en un barrio miserable y grisáceo hacia el sur de avenida
Matta, con destino al departamento de mis tíos. De pronto, se me ocurrió que mi
deseo principal era llegar allá y encender el primer cigarrillo de la tarde
mientras conversaba de algo sin importancia.
Sólo en ese momento - algunas somos de reacción tardía –
noté que el fumar se había convertido en un vicio dominante y entonces, triste,
resignada, pero convencida, decidí no fumar más. Si mi padre lo había logrado,
yo no podía ser menos.
Y esa resolución dura hasta hoy. No fue nada fácil. Soñaba
fumando y me despertaba con la desesperación de no haber tenido la suficiente
fuerza de voluntad. Con el tiempo, las pesadillas cesaron.
Sin fumar, la vida no siguió igual. Perdió algo de la chispa
placentera de los pequeños rituales diarios, algo de la música
del alma, aunque suene exagerado. Ahora las, los fumadores
son mirados casi como delincuentes y deben esconderse en sitios recónditos para
satisfacer su costumbre culpable.
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