Venía de Bilbao de dar un concierto la noche anterior. En el escenario, tras la fina vertical que sujetaba el micrófono, con la guitarra apoyada en el pecho, los ojos semi cerrados y el ceño fruncido, firmes sus pies calzados con deportivas blancas, y vistiendo vaqueros y camiseta negra muy ajustada, se enfrentaba a su público como tantas noches, acompañada por su banda: Paco, fantástico en la batería; Luis, su compañero desde los primeros pinitos en el mundo de la música, genial con la guitarra; e igual Manolo con el bajo y Antonio en el teclado. Todos llegarían a Madrid con los instrumentos al día siguiente por carretera; ella siempre prefería hacer los desplazamientos en tren.
Marga Vidal, que así se llamaba la solista de los Lagartos Solitarios, estaba cansada porque se acostaron de madrugada, pero dormiría en Madrid un montón de horas, ya que esta noche no tenía trabajo.
Un hombre albino, joven, de rasgos angulosos, alto y delgado, la miraba con sus casi incoloros ojos a través de gruesas gafas, desde dos asientos anteriores al suyo, al otro lado del pasillo. Ocupaba un sillón girado y de espaldas a la marcha, por lo que resultaba uno de los pocos viajeros sentados frente a ella. Cuando Marga se fijó en él, el hombre la sonrió. Marga no le devolvió la sonrisa, giró la cabeza y volvió a mirar por la ventanilla. El tren se adentraba en los primeros jirones de una niebla, que en pocos segundos se hizo espesa.
El concierto en Bilbao había ido bien, consiguieron llenar la plaza de toros hasta la bandera y tanto el sonido como la iluminación funcionaron sin fallos. El público había disfrutado. Saltaron, como los surtidores de una fuente, con los ritmos más trepidantes, cimbrearon los brazos sobre sus cabezas como campos de alto trigo en Castilla y aplaudieron a rabiar. Iniciaron el concierto con una canción que se había hecho famosa hacía dos años: ”Ya tienes catorce”, y los asistentes habían coreado el estribillo: “Piensas que eres fuerte / crees que no estás solo / ya tienes catorce / y sólo sientes odio”. Recordaba al chaval que le había inspirado la letra de esta canción y que en una calle de Barcelona la había mirado sonriente, como brindándole la faena, antes de arrancarle de un tirón, en plena carrera, la cámara fotográfica a un turista. De nada sirvieron los gritos del americano y de su mujer, el jovencito desapareció a toda velocidad entre la gente. Habían exagerado un poco con lo de “sólo sientes odio”, pero las letras de las canciones quedan mejor con un poco de dramatismo. La verdad es que el público se la sabía entera porque también habían cantado con Marga las estrofas: “A pesar de la distancia / en la calle pude verte / me mirabas sonriente / apuntando con jactancia / a la cámara del gringo”. Y la siguiente: “El Rubio la pagará / es formal en los negocios. / Le sacarás buena pasta. / Puedes conseguir la hierba / con lo que te dé, te basta”. Luego vinieron las canciones del último disco, y al final volvieron al resto de las antiguas.
Recordaba su primera guitarra, la compró su padre, no para ella sino para él mismo, para aprender flamenco, había nacido en Sevilla y llevaba muchos años fuera de su tierra. Muy pronto, cuando consiguió sacarle a las cuerdas unos compases de la seguidilla, con las uñas de la mano derecha crecidas y bien limadas, y las de la izquierda cortadas al ras, se convenció de la dificultad de aquel intento y se la regaló para que ella aprendiese. Todavía la conservaba, con ella había compuesto sus primeras canciones.
Una amable voz de megafonía anunció la proximidad de la llegada. Los pasajeros comenzaron a moverse recogiendo bolsos, periódicos y revistas. Marga solamente llevaba una pequeña mochila y un libro: “Asesinato en el Orient Express” de Agatha Chistie. Esperó a que se despejara el vagón, se puso en pié, recogió sus cosas y comenzó a caminar hacia la salida. Era la única que quedaba. La puerta de cristal que cierra el vagón se abrió al aproximarse; no había nadie en el descansillo; atravesó la zona dedicada a maletero, en esos momentos vacía, y se dispuso a salir. Detrás de ella algo se movió con brusquedad, giró la cabeza y vio al albino que con gesto airado se le echaba encima. Sintió un dolor agudo a la altura del riñón derecho mientras escuchaba la voz ronca del hombre diciéndole: - Soy El Rubio y estoy hasta los huevos de que me nombres en tu jodida canción. - Marga se sintió desfallecer mientras el hombre, de un tirón, sacaba de su cuerpo la hoja de una navaja. Al caer vio cómo El Rubio saltaba al andén y se perdía en la niebla.
M.R. Comas (Febrero - 2002)
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3 comentarios:
Tu cuento tiene temas interesantes: el peligro de la sobreexposición de algunas personalidades, el uso de historias reales para darlas al conocimiento masivo. Ocurre también con algunos escritores: su familia y amigos les temen porque han sufrido verse representados en posiciones nada halagüeñas. La destrucción del ídolo, del ícono inalcanzable, puede ser la gran tentación de los desquiciados.
Hola Laura, me alegra muchísimo tu vuelta al Mozart.
El relato es totalmente ficticio. Pertenece a una novela corta en la que la protagonista es una joven escritora, y a lo largo de la obra voy desgranando cuentos, todos imaginados, escritos por esta chica, hija de un ferroviario, que durante toda su vida y hasta que va a estudiar a la capital ha vivido en una estación. Todos los cuentos relatan historias ocurridas alrededor de los trenes, y yo intenté que en todos apareciera el elemento casual y el tren como hilo de conexión.
Un fuerte abrazo y... ¡quédate con nosotros!
Cada día doy una vueltecita por el Mozart, y hoy me encuentro con una hermosa panorámica de nuestro café(en esta primevera/otoño de nuestros paises). Muy logrado el ambiente Laura... bastante solitario, desde luego... esperemos que pronto vayamos apareciendo los contertulios y las conversaciones, o discusiones, se hagan posible.
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