Albert había llegado al último peldaño de la decadencia, cuando recibió una formal invitación a comer de uno de sus escasos clientes, un empresario a quien consideraba casi un mecenas.
El pintor, quien hacía mucho tiempo no sabía de una comida completa y menos de una refinada, se puso de inmediato a preparar lo necesario para tan señalada ocasión. El asunto vestuario no era un tema fácil. Si bien es cierto que un artista posee mayor libertad en el momento de elegir prendas con que cubrirse, en su caso era una cosa difícil, ya que todo su closet estaba equipado con harapos. Lavó su mejor camisa, tratando de eliminar las manchas más visibles y planchó con esmero una chaqueta raída, deformada en los codos y con los bolsillos colgantes. Con los pantalones no tuvo opción. Los que tenía estaban tan manchados de pintura que no se podía contar con ellos para nada. Logró conmover el corazón de su amigo Raúl, quien era el afortunado dueño de unos pantalones de gabardina blanca, casi impecables, si uno no se fijaba en unos casi imperceptibles rastros por aquí y por allá. Al fin, su vestuario estaba completo, luego del esfuerzo extra en lustrar sus únicos zapatos de suelas casi transparentes y arrugas de expresión muy notorias. Reunió las últimas monedas disponibles para la jornada y al llegar el fausto día, se dio la acostumbrada ducha de agua fría y luego peinó sus escasos cabellos amarillentos frente al espejo, frunciendo el ceño al notar esos implacables trazos que bordeaban sus ojos y los surcos de la frente. Quizá se podría remediar algo manteniendo una expresión de calma forzada. Observó los hombros y enderezó su posición hasta lograr un aire marcial. Ensayó el saludo a la dueña de casa, con el seco golpe de talones y beso en la mano, que tanto gustaba a las mujeres de este país. Sabía que el efecto era infalible, con la apostura del cuerpo y la intensidad dramática de sus ojos azules se podía restar importancia a la precariedad de la vestimenta.
Con paso resuelto, salió de su taller a la hora prevista y a la salida del edificio en la esquina de Huérfanos y Estado, se detuvo ante el puesto de flores y eligió un ramito de violetas, de acuerdo al menguado presupuesto, pues no habría sido correcto presentarse ante la dueña de casa con las manos vacías.
Trepó al bus, consiguió un asiento junto a la ventana y allí se acomodó, estirando las piernas con una sonrisa de anticipación ante los selectos bocados que le aguardaban junto a vinos cuidadosamente elegidos para resaltar su sabor a la manera civilizada, placer que tenía olvidado. Portaba su carpeta con dibujos, sabiendo que al anfitrión le gustaba mantenerse al tanto de sus proyectos.
Luego de 45 minutos de viaje, ya se acercaba a destino. Cuando el bus llegó a la altura de la Plaza Lo Castillo, descendió, protegiendo su ofrenda floral con esmero, lanzándose a caminar las cuadras que aún faltaban. Miró la hora, faltaban 10 minutos para la cita. No podía cometer la torpeza de llegar con anticipación, de modo que siguió su marcha hasta completar el tiempo restante.
Al fin se detuvo frente a la reja de entrada y oprimió el botón del citófono. No contestaron. Insistió, pero no hubo respuesta. Posiblemente habrían preparado la cena en el invernadero y no había nadie cerca para escuchar su llamado. Intentándolo otra vez, mantuvo la presión con insistencia. Nada. Esto le produjo real inquietud. Miró hacia las ventanas. Ninguna señal de vida. ¿Qué podría haber pasado? La formalidad de su amigo no le permitiría haber cambiado de planes sin avisarle. ¿O sí? Súbitamente se sintió miserable y derrotado. Luego pensó que podrían estar fuera de casa y regresar de un momento a otro. De modo que decidió dar una vuelta a la manzana a paso lento, para darles tiempo de regresar. Al volver, el aspecto exterior de la casa no mostraba cambio alguno. Pulsó nuevamente el citófono. Tampoco hubo señales de vida. Ya había pasado una larga hora. Hasta que de la casa vecina vio asomarse a alguien.
-¿Viene donde los Pedrell? – preguntó una mujer que parecía la empleada.
-Si, señora- contestó Albert, esperando una aclaración.
La mujer pareció divertida al observarle.
- No saca nada con esperar, maestro, se fueron a la playa esta mañana.
Albert quedó helado.
- Gracias por la información, señora – contestó, tragándose la desilusión. – Los llamaré después.
Con el alma en los zapatos, se fue caminando hasta el paradero de buses, con su ramito de violetas en la mano, sintiendo ya el estómago pegado a la espalda. Sólo le quedaba el importe del pasaje de regreso. Se detuvo a esperar, luego de haber pateado los pocos elementos que encontró a su paso.
Afirmada en la muralla de un edificio, una anciana vendía parches adhesivos, voceando su mercadería con desgano. Por los ojos de Albert brilló una pequeña chispa de vida y acercándose lentamente a la vendedora, se puso muy firme, hizo sonar sus talones, inclinó la cabeza y estirando el brazo con el derrochado ramito, le dijo con su profunda voz gastada:
- Es para usted, distinguida señora, como homenaje a su pasada belleza –
La mujer lo miró primero con enojo por lo que le pareció una burla, pero luego de observarlo con cierta detención, también apareció un rayo pequeñito en su ajada fisonomía, que multiplicó los pliegues de su rostro en una sonrisa coqueta.
- Gracias señor, usted sí es un caballero – dijo, alargando la mano y hundiendo su nariz en el perfume.
Patricia Franco