La gente cumple años y por inercia de casi todos: festejantes y festejado, el rito mantiene su monotonía: torta con velas, regalos, flores, champaña, cancioncita tradicional y caras de circunstancias.
Por algunas razones sepultadas en algún rincón del closet de las emociones, a veces el festejado o la festejada no quiere saber nada de celebraciones de los dientes para afuera y se niega a representar su papel. Conseguido su propósito, se deprimirá porque nadie lo saludó para la ocasión.
Por mi parte, reconozco que me gustan los cumpleaños ajenos, (a pesar de la eterna parafernalia) es una ocasión alegre, donde todos esperan pasarlo bien, aunque a veces los festejantes insistan por todos los medios en que el festejado confiese su edad, a pesar de sentirse anonadado ante la cifra.
Todavía recuerdo a la mayor de mis primas, cuando, con dramático acento, nos informó con voz que pretendía no ser oída: Cumplí 50 años....
Y la voz estremecida de un querido amigo, como quien confiesa una enfermedad terminal: Fíjate que ya tengo 60 años....
No quedaba otra reacción más que una mirada de compasiva comprensión ¡Nos faltaba tanto para llegar a eso!
Y deseo ¡salud! con el resto de la champaña, a quien acaba de cumplir 72, en este domingo de lluvia, recordando la canción de otros tiempos: Per multos annos vivas....
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