domingo, 8 de febrero de 2009

SOLOS EN CASA

- A dormir que voy a salir. Volveré pronto.

El padre trabaja de noche. La madre se aburre. La tele se rompió hace días y en la casa no apetece estar. Dos habitaciones diminutas en las que se extienden por la noche colchones en el suelo, después de arrinconar unas cuantas sillas desvencijadas y una mesa, cuyo tablero va perdiendo por las esquinas el forro de fórmica marrón. En otro rincón unas bolsas de basura con nombres de diferentes establecimientos, que nadie recuerda sacar a la calle y se van amontonando, y unas cajas de cartón con botellas de plástico vacías. Sobre las sillas montones de ropa que algún día estrenaron otros niños, en otras casas.

Las ventanas bien cerradas, se ocultan tras unas mantas y unas colchas viejas para que el aire frío no penetre por las mil rendijas de su carcomida madera y por los cristales que se rompieron hace tiempo, y el padre sustituyó por unos cartones clavados con puntillas. Un brasero de carbón, que se enciende cada mañana, caldea la vivienda.

La madre ha salido. Los pequeños duermen. Solamente permanece con los ojos abiertos, en la oscuridad que ilumina las ascuas del brasero, Tomás, de ocho años, el mayor de los cuatro. Oye la respiración suave y acompasada de sus hermanos y observa el movimiento de extrañas sombras provocadas por alguna llamita, en la pared enrojecida por la luz de las brasas. Poco a poco se queda dormido

Se despierta tosiendo, oye llorar a su lado, pero no puede ver quién llora. Todo está lleno de humo y en el rincón del brasero, grandes llamaradas devoran todo lo que encuentran.

Casi no puede respirar, le pican los ojos, se levanta. A tientas agarra al que llora a su lado, tira de él y se encamina hacia donde sabe que se encuentra la cuna de la más pequeña. Sin soltar al que llora y tose, medio ahogado, agarra al bebé con el brazo que le queda libre. ¡Cómo pesa!. Con ellos se dirige a trompicones hacia la puerta.

Sujeta al hermano contra la pared con una pierna y consigue abrir la puerta. Ya están fuera, el humo inunda la escalera. Baja como puede, casi a ciegas, sin soltar a los pequeños y llegan a la calle.

Vuelve la cabeza hacia la casa y ve cómo las llamas salen por las ventanas. Mira a los hermanos, la niña no llora, ¿sigue durmiendo?. Es raro, parece que no se entera. Tirando de ellos cruza a la otra acera.

Sienta al hermano en el bordillo y le deja a la niña sobre las rodillas.
- Quédate con ella, voy a por Pepe.
Comienzan a oírse gritos. Gentes aterradas que salen a las ventanas y otras que aparecen en la, hasta ahora, desierta calle. Es noche cerrada y fría.
Tomás vuelve hacia su casa y quiere entrar de nuevo. En el portal un vecino, a voces, intenta pararlo. Le agarra del brazo impidiéndoselo.
- Déjeme, Pepe está arriba.

No consigue desasirse, le arrastran alejándole. Mira hacia atrás, y las ventanas le parecen enormes ojos furiosos. Un humo denso anuncia la catástrofe y se va extendiendo sobre los tejados.

Llegan los bomberos, ¡qué desgarrador grito el de sus sirenas!. Qué diferente al alegre campaneo y al fantástico sonido de otras veces. Contempla aturdido la extinción del fuego. ¡Poderosa agua! ¿Y los bomberos?... auténticos ángeles disfrazados, en guerra con los infiernos.

Alguien le abraza con fuerza contra su vientre y sus piernas, es su madre que grita horrorizada:
- ¡Ay Tomás, estás a salvo! ¡La niña está muerta! ¡Cuando se entere tu padre! ¿Y Pepe?

Gruesas lágrimas resbalan por la cara ennegrecida de Tomás. La mira con sus grandes ojos muy abiertos, sin comprender el por qué de lo sucedido.
- No pude sacarlo madre, ¡no pude!

M.R. Comas (1990)

3 comentarios:

laia_444 dijo...

Me parece terrible que haya madres tan desaprensivas, que no sepan estar al lado de sus hijos cuidándolos y dandoles cariño y todo el bienestar posible, que aunque sean pobres pueden tener la casa limpia y ordenada y no con amontonamiento de basuras. El pobre niño era un angelito que se ocupó de sus hermanos en una situación extrema. ¡Pobres criaturas!

Marsa dijo...

Querida Laia, la situación de muchos niños en el mundo es ciertamente injusta, e incluso inhumana, pero la resposabilidad no es sólo de sus padres, es también de la sociedad en todos sus niveles. Todos los años hay incendios, todos los años mueren niños en ellos, y en las carreteras, y reciben malos tratos, y muchísimos en todo el mundo pasan hambre, no tienen escuelas y ni siquiera agua potable.

Este relato lleva años escrito, pero cada invierno me lo actualiza algún medio informativo.

Y sé por experiencia profesional que muchas madres no saben dar respuesta a las necesidades de sus hijos porque ellas no tuvieron un modelo materno, o el que tuvieron era muy negativo. La injusticia es causante de mucha miseria, y viceversa.

Mi relato no es "un cuento".

Con cariño. Marsa

Laura dijo...

Muy vívido relato, Marsa. Y tan frecuente. Se piensa que parte de la culpa la tiene la legislación contraria al aborto para evitar familias improvisadas y enfrentar situaciones que no están al alcance de todos solventar. Y se me va el pensamiento a tantos utópicos que, por el presunto bien común, ordenaron la esterilización de los débiles y enfermos en pro de la salud de un pueblo; y otros permitieron sólo un hijo a las familias para atrasar la sobrepoblación. Sin embargo, la democracia da el mismo derecho al apto y sano, que al enfermo que propagará entre sus descendientes el mal a veces duplicado. Claro, me dirás que ése no es el tema de tu historia y tienes razón. Pero no puedo evitar ir al plano utópico quizá porque desde las clases de historia a algunos se nos quedó en algún pliegue del cerebro la costumbre espartana de matar a los ineptos al momento de nacer.
Se asumió como horrible en primer lugar, pero quedó por ahí como una ley de la naturaleza. Pero somos humanos y se supone que debemos tratar de regular a la misma naturaleza.